📅 06 de diciembre, 2019
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Tradicionalmente, la violencia psicológica ha sido considerada como un tipo de violencia «invisible», ya que no se expresa a través de agresiones físicas. Es un hecho admitido que el maltrato psicológico, en sentido estricto, implica siempre conductas dirigidas a causar un daño en la víctima de muy difícil prueba porque, al no tratarse de menoscabos o lesiones físicas, no quedan huellas visibles en la mujer maltratada.¹
El maltrato o violencia psicológica, se entiende según Blanco, Ruiz-Jarabo, García de Vinuesa y Martín-García (2004) como la desvalorización, intimidación, desprecio y la humillación tanto en público como en privado hacia una pareja.²
La violencia psicológica involucra un daño en la esfera emocional y se vulnera el derecho de la integridad psíquica; al contrario de la violencia física, en la que regularmente se pueden ver los daños, en la psicológica la víctima solo refiere sensaciones y malestares como confusión, incertidumbre, humillación, burla, ofensa, dudas sobre las propias capacidades; los demás pueden advertir insultos, gritos, sarcasmos, engaños, manipulación, desprecio, pero las consecuencias emocionales no se notan a simple vista.³
Sin embargo, los comportamientos a través de los cuales se manifiesta, son susceptibles de ser identificados, si contamos con las herramientas conceptuales adecuadas para sacar a la superficie los elementos necesarios para su acreditación, lo que además nos permitirá advertir acerca de las consecuencias nocivas que el maltrato psicológico produce en las mujeres afectadas, consecuencias que han permanecido prácticamente desapercibidas, hasta hace relativamente poco tiempo. Tanto es así, que hace veinticinco años, aproximadamente, se consideraba muy difícil de trascender y objetivar la fundamental cuestión de la prueba de las conductas implicadas en la violencia psicológica perpetrada en el ámbito de las relaciones de pareja.¹
La violencia psicológica es el soporte esencial en que se sustenta el maltratador para conseguir el control total sobre la víctima, minimizando su autoestima mediante un progresivo y lento proceso de adaptación paradójica a la situación de maltrato, demostrándole su poder y autoridad y produciéndole una permanente situación de indefensión aprendida.
Hay antecedentes que apoyan la existencia de una asociación entre la inseguridad del apego romántico y la perpetración de violencia, así como entre la empatía y la violencia interpersonal. Pese a esto, son escasos los estudios que han evaluado las diferencias en estas variables entre quienes han ejercido o no violencia psicológica en el contexto específico de las relaciones de pareja y menos aún en vínculos de noviazgo.²
Quienes padecen violencia psicológica no solo ven reducida su autoestima por la experimentación continua del rechazo, el desprecio, la ridiculización y el insulto, sino que en muchas ocasiones sufren también alteraciones físicas, trastornos en la alimentación, trastornos del sueño, enfermedades de la piel, úlceras, gastritis, cefaleas, dolores musculares, etc., todo ello como respuesta fisiológica, cuyo origen está en la esfera emocional.³
La violencia física ha sido el foco de atención principal, ya que se considera que produce un daño mayor en las víctimas. No obstante, diversas investigaciones señalan que la violencia psicológica tiene un impacto negativo igualmente nocivo. Incluso el componente psicológico de la violencia es el predictor más fuerte del estrés postraumático. Además, se ha demostrado que, en reiteradas ocasiones, el maltrato psicológico precede al desarrollo de un comportamiento físicamente agresivo en la pareja.⁴
Este tipo de violencia «tangible», pero paradójicamente «invisible», puede causar en la víctima trastornos psicosomáticos severos, trastornos de personalidad por desestructuración psíquica, agravar enfermedades físicas preexistentes, inducir al consumo de alcohol, drogas o medicamentos no prescritos facultativamente e, incluso, provocar el suicidio.
De los tipos de violencia existentes, la violencia psicológica está presente de forma concomitante en todos; se le podría denominar violencia invisible, es altamente nociva y la mayoría de las veces pasa desapercibida. Se requiere de una mayor atención a ésta, ya que en muchas ocasiones quienes la padecen no lo reconocen y hasta tratan de ocultarlo.³
Desvalorar, ignorar, atemorizar con gestos velados, actitudes, avisos o palabras-clave siguen siendo elementos difíciles de percibir y contextualizar tanto «desde fuera» como también «desde dentro». Muchas veces es la propia víctima quien minimiza el daño psicológico sufrido «porque él no me pega», pero otras veces puede ser un familiar allegado, un amigo próximo o, incluso, un profesional poco experto, quien no preste atención a los síntomas de la víctima y le aconseje cualquier cosa menos que dé el paso decisivo para salir del ciclo de la violencia más sutil y pérfida que existe: la violencia psicológica. Existen diversas teorías psicológicas que intentan explicar este fenómeno que, por otra parte, ha sido objeto de numerosas y desafortunadas especulaciones que, en gran medida, han contribuido a victimizar aún más la torturada personalidad de las víctimas de malos tratos psicológicos.¹
Tal como lo sostuvo Nelson Mandela en el prólogo del Informe Mundial sobre la Violencia y la Salud, muchas personas que conviven con la violencia casi a diario la asumen como consustancial a la condición humana, pero no debe ser así. Es posible identificarla, reducirla, condenarla y prevenirla, así como reorientar las expresiones culturales que la sustentan y alimentan. Debemos hacer frente a las raíces de la violencia psicológica porque es una parte muy significativa del legado de crueldad e intolerancia que ha caracterizado in illo tempore la expresión de la violencia que se ejerce sobre la mujer por el mero hecho de ser mujer. En conclusión, la violencia psicológica sigue siendo la asignatura pendiente de nuestro sistema.¹